El jardinero fiel

El jardinero fiel

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  • Titulo original: The constant gardener
  • Dirección: Fernando Meirelles
  • Género: Drama-Thriller
  • Protagonistas: Ralph Fiennes - Rachel Weisz
  • País: Inglaterra-Reino Unido Año: 2005
  • Duracion: 2h09'
  • Elenco: Danny Huston - Bill Nighy - Pete Postlethwaite
  • Sitio oficial IMBD
  • Disponible en: VHS DVD
  • Tipo: Película
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Ficha

Resumen

En una remota área del Norte de Kenia, han encontrado muerta a la activista más dedicada de la región, la brillante y apasionada Tessa Quayle (Rachel Weisz). Su compañero de viaje, un doctor de la localidad, parece haber abandonado la escena y las pruebas indican que se trata de un crimen pasional. Pero el marido de la víctima, el diplomático Justin Quayle (Ralph Fiennes), agobiado por el remordimiento e irritado por los rumores sobre la infidelidad de su esposa, se sorprende a sí mismo al lanzarse abruptamente a una peligrosa odisea. Decidido a revindicar la reputación de su esposa y “terminar lo que ella había comenzado”, Justin comienza a estudiar e investigar la industria farmacéutica, cuyos crímenes Tessa estaba a punto de demostrar, y viaja a través de dos continentes en busca de la verdad. Muy pronto descubre una enorme conspiración que ha cobrado vidas inocentes, y que está a punto de poner su propia vida en riesgo.

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Comentario de Cartelera.com.uy

En pocas palabras...: Un thriller "políticamente correcto" -aunque no por ello menos impactante- con el que el brasileño Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) debuta en el cine angloparlante.

La sangre de África

Después de verlo desear a la mujer del prójimo en El Paciente Inglés y en The End of the Affair, uno podría preguntarse si hace falta volver a ver a Ralph Fiennes sufriendo por la pérdida de un amor. Y la respuesta, en este caso, es sí, sobre todo porque el principal punto de interés no es precisamente el siempre correcto actor inglés. Acá se trata, en primer lugar, del debut en el cine anglosajón de un aclamado director brasileño, nominado al Oscar por Ciudad de Dios (2002); de la adaptación de una exitosa novela del siempre interesante John le Carré; y de una historia de amor enmarcada en una denuncia de corrupciones y negligencias varias que tienen como víctimas a poblaciones enteras del África subsahariana.

Tiene su grado de valentía lo que plantean Le Carré y sus adaptadores cinematográficos (empezando por el guionista Jeffrey Caine), desnudando una de tantas perversiones que encierra este mundo globalizado donde lo que deciden unos señores en un gobierno de Europa (en este caso, Gran Bretaña) o en el directorio de una empresa multinacional, afecta la vida de millones de personas en los países más pobres. Se trata de una realidad generalmente desconocida por el gran público y que quizás no se sabría si no fuera por el trabajo de varias organizaciones sociales que monitorean, denuncian, hacen campaña y, en algunos casos, trabajan activamente ayudando a la gente más carenciada en sus propias poblaciones (en este caso, Kenia).

Algunos hechos: más de 2.000 millones de personas en el mundo desarrollado no tienen acceso a las medicinas que necesitan, en gran parte debido al alto costo de esos medicamentos. Las compañías farmacéuticas pueden fijar esos precios tan altos porque las reglas de comercio entre naciones –acordadas por la Organización Mundial de Comercio- establecen que cada país debe conceder 20 años de protección a las patentes sobre nuevos medicamentos. Las patentes dan a las compañías el derecho exclusivo de fabricar, usar y vender los productos patentados. Esta regla impide que exista una competencia por parte de fabricantes que, de otra manera, podrían producir copias más baratas (genéricas) de esos medicamentos, haciéndolos más accesibles a las poblaciones precisamente más vulnerables. Mientras tanto, millones de personas en los países más pobres (particularmente de África) mueren cada día de enfermedades curables y/o prevenibles.

Mientras todo esto sucede, la industria farmacéutica es una de las más rentables del mundo, habiendo alcanzado un total de ventas en el año 2002 estimado en 430.000 millones de dólares. Las empresas se hicieron para hacer dinero, dicen los empresarios, y su principal compromiso es con sus accionistas. Los gobiernos de los países en desarrollo parecen aprobar esta postura al no hacer nada para proteger a las comunidades más indefensas de las reglas de mercado.

Esto no es un alegato socio-político, sino una crítica de cine. Pero el hecho de que uno se explaye así es una respuesta a lo que la película quiere lograr. Porque El Jardinero Fiel es una de esas películas que importan más que nada por su tema, como sucede con la argentina Whisky Romeo Zulú, de Enrique Piñeyro, que por estos días coincide en cartelera. Y si bien no deja de ser una mirada ligeramente “culposa” de productores “del Norte” (el productor es Simon Channing-Williams, el mismo de Secretos y Mentiras), al menos existió la voluntad de contratar a un director como Meirelles que aportara cierta perspectiva desde “el Sur en desarrollo” (hubiera sido interesante ver cómo narraba esta historia un cineasta africano, pero no existe –aún- uno que haya llamado la atención de la gran industria). Y lo que busca el film -despertar el interés del espectador y movilizar su conciencia respecto a la permanente hemorragia de un continente saqueado desde hace siglos por las naciones más poderosas del mundo- lo logra contando la historia a través del personaje de Fiennes, un diplomático tímido que cumple prolijamente su labor hasta que, arrastrado por una tragedia personal, se mete inexorablemente de pies y manos en un pantano a cuyo fondo está dispuesto a llegar, a cualquier precio.

El núcleo central es esa historia de amor que unió, por eso de que los opuestos se atraen, a este correcto caballero inglés con una activista apasionada e impulsiva (excelente Rachel Weisz). A partir de la muerte de ella –algo que ocurre a cinco minutos de empezada la película- se nos van revelando mediante varios flashbacks los entretelones de esa relación que ayudan a justificar la posterior odisea del protagonista. Y también los motivos ocultos por los cuales tanto personaje como público se van convenciendo de que aquello no fue un accidente ni una muerte pasional.

Como en Ciudad de Dios, el estilo de Meirelles (y de su director de fotografía, el uruguayo César Charlone) transmite el nervio que su historia pide. O que pide a veces, no siempre; uno se pregunta si mover la cámara permanentemente es un recurso que involucra al espectador o si, por el contrario, lo aleja de la historia y de los personajes. En todo caso, cuando en algún momento la cámara se queda más o menos quieta uno siente una rara sensación de alivio. Más allá de ese reparo, Charlone y Meirelles aplican diferentes coloraciones y luminosidades para las diferentes etapas de la película (más claridad en el pasado feliz de la pareja, más oscuridad en el presente trágico) y aprovechan al máximo la geografía de Kenia no para convertirla en una postal, sino para generar la contradicción en el espectador de estar sumido en un paisaje único que es, en realidad, el basurero de este mundo globalizado.


Por Enrique Buchichio para Cartelera.com.uy

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